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jueves, 21 de enero de 2016

Cuento: La ballena calurosa


Waky la ballena vivía en una pequeña laguna salada. Era la única ballena del lugar y llevaba una vida muy cómoda, así que se había vuelto un poco caprichosa. Pero un año llegó un verano de calores tan fuertes, que el agua subió su temperatura y Waky, acostumbrada a una vida tan plácida, sentía que no podría aguantar tanto calor. Un pececillo que había pasado algún tiempo en una pecera de unos niños, le contó que los humanos utilizaban abanicos para refrescarse en verano, y la ballena ya no pudo pensar en otra cosa que en construirse un abanico.

Todos le dijeron que era una exagerada, que aquellos calores pasarían rápido, pero Waky creó su enormísimo abanico, y en cuanto estuvo listo, comenzó a abanicarse... ¡pobrecillos todos! El gigante abanico sacudió tan fuertemente las aguas de la pequeña laguna, que por todas partes surgieron enormes olas que se desbordaban, y terminaron por dejar la laguna medio vacía, y a la enorme ballena en el centro, sin poder moverse, con sólo unos pocos centímetros de agua para refrescarse.

"No podías aguantarte un poquito, tenías que vaciarnos la laguna", decían unos unos. "¡Impaciente!, ¡egoísta!" le gritaban otros. Pero lo peor para Waky no eran los insultos, sino que con tan poquita agua el calor sí que era insoportable. Y preparándose para morir de calor, se despidió de todos sus amigos, les pidió perdón, y les aseguró que si volviera a vivir habría aprendido a ser más fuerte y aguantar mejor las incomodidades.

Pero una vez más, Waky estaba exagerendo, y por supuesto que pudo aguantar aquellos días calurosos sin morirse, aunque en verdad sufrió un poquito. Y cuando las siguientes lluvias devolvieron su agua a la laguna, y el tiempo mejoró, Waky tuvo que cumplir su promesa, y demostrar a todos que había aprendido a no ser tan comodona, impaciente y caprichosa

Cuento: El truco


Juanito Juanolas era un niño simpático y popular al que todos querían. Era tan divertido, bueno y amable con todos, que le trataban estupendamente, siempre regalándole cosas y preocupándose por él. Y como todo se lo daban hecho y todo lo tenía incluso antes de pedirlo, resultó que Juanito se fue convirtiendo en un niño blandito; estaba tan consentido por todos que no aguantaba nada, ni tenía fuerza de voluntad ninguna: las piedras en el zapato parecían matarle, si sentía frío se abrigaba como si estuviera en el polo, si hacía calor la camiseta no le duraba puesta ni un minuto y cuando se caía y se hacía una herida... bueno, eso era terrible, ¡había que llamar a un ambulancia!.Y se fue haciendo tan notorio que Juanito era tan blando, que un día el propio Juanito escuchó como una mamá le decía a su hijo "venga, hijo, levanta y deja de llorar, que pareces Juanito Juanolas". Puff, aquello le hizo sentir tanta vergüenza, que no sabía qué hacer, pero estaba seguro de que prefería que le conocieran por ser un niño simpático que por ser "un blandito". Durante algunos días trató de ver cuánto podía aguantar las cosas, y era verdad: no aguantaba nada, todo le resultaba imposible de soportar y cualquier dolor le hacía soltar lágrimas y lágrimas.Así que, preocupado, se lo dijo a su papá, aunque le daba mucho miedo que se riera por sus preocupaciones. Pero su papá, lejos de reírse, le contó que a él de pequeño le había pasado lo mismo, pero que un profesor le contó un truco secreto para convertirse en el chico más duro.

-¿Y cuál es ese truco?

Comer una golosina menos, estudiar un minuto más, y contar hasta 5 antes de llorar.

Juanito no se lo podía creer

-"¿sólo con eso?, ¡si está chupado!".

- sólo con eso -dijo su papá- es muy fácil, pero te aviso que te costará un poco.

Juanito se fue contentísimo dispuesto a seguir aquel consejo al pie de la letra. Al llegar junto a su mamá, ésta le vio tan contento que le dio dos golosinas. "Una golosina menos", pensó Juanito, así que sólo cogió una, pero comprobó que su papá tenía razón: ¡le costó muchísimo dejar la otra en la mano de su madre!

Aquella misma tarde tuvo ocasión de poner el truco en práctica, y estudiar un minuto más. ¡Se perdió el primer minuto de su programa favorito! pero al conseguir hacerlo se sintió muy satisfecho, lo mismo que ocurrió cuando se dio un golpe con la esquina de la mesa: sólo pudo contar hasta 4, pero su mamá quedó impresionadísima con todo lo que había aguantado.

Y así, durante los siguientes días, Juanito siguió aplicando el lema de comer una golosina menos, estudiar un minuto más, y contar hasta 5 antes de llorar. Y cuanto más lo aplicaba, menos le costaba, y en poco tiempo se dio cuenta de que no sólo podía comer menos golosinas, estudiar más, y llorar menos, sino que también podía hacer cosas que antes le parecían imposibles, como comer verduras o correr durante largo rato.

Y contentísimo, cogió un papel, escribió el truco, y lo guardó en un cofre con un cartel que decía."Cosas importantísimas que tendré que contar a mis hijos"

Cuento: El soldadito de plomo


Érase una vez un niño que tenía muchísimos juguetes. Los guardaba todos en su habitación y, durante el día, pasaba horas y horas felices jugando con ellos. Uno de sus juegos preferidos era el de hacer la guerra con sus soldaditos de plomo. Los ponía enfrente unos de otros, y daba comienzo a la batalla. Cuando se los regalaron, se dio cuenta de que a uno de ellos le faltaba una pierna a causa de un defecto de fundición.

No obstante, mientras jugaba, colocaba siempre al soldado mutilado en primera línea, delante de todos, incitándole a ser el más aguerrido. Pero el niño no sabía que sus juguetes durante la noche cobraban vida y hablaban entre ellos, y a veces, al colocar ordenadamente a los soldados, metía por descuido el soldadito mutilado entre los otros juguetes.

Y así fue como un día el soldadito pudo conocer a una gentil bailarina, también de plomo. Entre los dos se estableció una corriente de simpatía y, poco a poco, casi sin darse cuenta, el soldadito se enamoró de ella. Las noches se sucedían deprisa, una tras otra, y el soldadito enamorado no encontraba nunca el momento oportuno para declararle su amor. Cuando el niño lo dejaba en medio de los otros soldados durante una batalla, anhelaba que la bailarina se diera cuenta de su valor por la noche , cuando ella le decía si había pasado miedo, él le respondía con vehemencia que no.

Pero las miradas insistentes y los suspiros del soldadito no pasaron inadvertidos por el diablejo que estaba encerrado en una caja de sorpresas. Cada vez que, por arte de magia, la caja se abría a medianoche, un dedo amonestante señalaba al pobre soldadito. Finalmente, una noche, el diablo estalló.

-¡Eh, tú!, ¡Deja de mirar a la bailarina!

El pobre soldadito se ruborizó, pero la bailarina, muy gentil, lo consoló:

-No le hagas caso, es un envidioso. Yo estoy muy contenta de hablar contigo.

lo dijo ruborizándose.

¡Pobres estatuillas de plomo, tan tímidas, que no se atrevían a confesarse su mutuo amor! Pero un día fueron separados, cuando el niño colocó al soldadito en el alféizar de una ventana.

-¡Quédate aquí y vigila que no entre ningún enemigo, porque aunque seas cojo bien puedes hacer de centinela!-

El niño colocó luego a los demás soldaditos encima de una mesa para jugar.

Pasaban los días y el soldadito de plomo no era relevado de su puesto de guardia.

Una tarde estalló de improviso una tormenta, y un fuerte viento sacudió la ventana, golpeando la figurita de plomo que se precipitó en el vacío. Al caer desde el alféizar con la cabeza hacia abajo, la bayoneta del fusil se clavó en el suelo. El viento y la lluvia persistían. ¡Una borrasca de verdad! El agua, que caía a cántaros, pronto formó amplios charcos y pequeños riachuelos que se escapaban por las alcantarillas. Una nube de muchachos aguardaba a que la lluvia amainara, cobijados en la puerta de una escuela cercana. Cuando la lluvia cesó, se lanzaron corriendo en dirección a sus casas, evitando meter los pies en los charcos más grandes. Dos muchachos se refugiaron de las últimas gotas que se escurrían de los tejados, caminando muy pegados a las paredes de los edificios.

Fue así como vieron al soldadito de plomo clavado en tierra, chorreando agua.

-¡Qué lástima que tenga una sola pierna! Si no, me lo hubiera llevado a casa - dijo uno.

-Cojámoslo igualmente, para algo servirá -dijo el otro, y se lo metió en un bolsillo.

Al otro lado de la calle descendía un riachuelo, el cual transportaba una barquita de papel que llegó hasta allí no se sabe cómo.

-¡Pongámoslo encima y parecerá marinero!- dijo el pequeño que lo había recogido.

Así fue como el soldadito de plomo se convirtió en un navegante. El agua vertiginosa del riachuelo era engullida por la alcantarilla que se tragó también a la barquita. En el canal subterráneo el nivel de las aguas turbias era alto.

Enormes ratas, cuyos dientes rechinaban, vieron como pasaba por delante de ellas el insólito marinero encima de la barquita zozobrante. ¡Pero hacía falta más que unas míseras ratas para asustarlo, a él que había afrontado tantos y tantos peligros en sus batallas!

La alcantarilla desembocaba en el río, y hasta él llegó la barquita que al final zozobró sin remedio empujada por remolinos turbulentos.

Después del naufragio, el soldadito de plomo creyó que su fin estaba próximo al hundirse en las profundidades del agua. Miles de pensamientos cruzaron entonces por su mente, pero sobre todo, había uno que le angustiaba más que ningún otro: era el de no volver a ver jamás a su bailarina...

De pronto, una boca inmensa se lo tragó para cambiar su destino. El soldadito se encontró en el oscuro estómago de un enorme pez, que se abalanzó vorazmente sobre él atraído por los brillantes colores de su uniforme.

Sin embargo, el pez no tuvo tiempo de indigestarse con tan pesada comida, ya que quedó prendido al poco rato en la red que un pescador había tendido en el río.

Poco después acabó agonizando en una cesta de la compra junto con otros peces tan desafortunados como él. Resulta que la cocinera de la casa en la cual había estado el soldadito, se acercó al mercado para comprar pescado.

-Este ejemplar parece apropiado para los invitados de esta noche -dijo la mujer contemplando el pescado expuesto encima de un mostrador.

El pez acabó en la cocina y, cuando la cocinera la abrió para limpiarlo, se encontró sorprendida con el soldadito en sus manos.

-¡Pero si es uno de los soldaditos de...! -gritó, y fue en busca del niño para contarle dónde y cómo había encontrado a su soldadito de plomo al que le faltaba una pierna.

-¡Sí, es el mío! -exclamó jubiloso el niño al reconocer al soldadito mutilado que había perdido.

-¡Quién sabe cómo llegó hasta la barriga de este pez! ¡Pobrecito, cuantas aventuras habrá pasado desde que cayó de la ventana!- Y lo colocó en la repisa de la chimenea donde su hermanita había colocado a la bailarina.

Un milagro había reunido de nuevo a los dos enamorados. Felices de estar otra vez juntos, durante la noche se contaban lo que había sucedido desde su separación.

Pero el destino les reservaba otra malévola sorpresa: un vendaval levantó la cortina de la ventana y, golpeando a la bailarina, la hizo caer en el hogar.

El soldadito de plomo, asustado, vio como su compañera caía. Sabía que el fuego estaba encendido porque notaba su calor. Desesperado, se sentía impotente para salvarla.

¡Qué gran enemigo es el fuego que puede fundir a unas estatuillas de plomo como nosotros! Balanceándose con su única pierna, trató de mover el pedestal que lo sostenía. Tras ímprobos esfuerzos, por fin también cayó al fuego. Unidos esta vez por la desgracia, volvieron a estar cerca el uno del otro, tan cerca que el plomo de sus pequeñas peanas, lamido por las llamas, empezó a fundirse.

El plomo de la peana de uno se mezcló con el del otro, y el metal adquirió sorprendentemente la forma de corazón.

A punto estaban sus cuerpecitos de fundirse, cuando acertó a pasar por allí el niño. Al ver a las dos estatuillas entre las llamas, las empujó con el pie lejos del fuego. Desde entonces, el soldadito y la bailarina estuvieron siempre juntos, tal y como el destino los había unido: sobre una sola peana en forma de corazón.
 

Cuento: El Murcipájaro


Había una vez un murciélago para quien salir a cazar insectos era un esfuerzo terrible. Era tan comodón, que cuando un día por casualidad vio un pájaro en su jaula a través de una ventana, y vio que tenía agua y comida sin tener que hacer ningún esfuerzo, decidió que él también se convertiría en la mascota de un niño.

Empezó a madrugar, levantándose cuando aún era de día para ir a algún parque y dejarse ver por algún niño que lo adoptase como mascota. Pero como los murciélagos son bastante feuchos, la verdad, poco caso le hacían. Entonces, decidió mejorar su aspecto. Se fabricó un pico, se pegó un montón de plumas alrededor del cuerpo, y se hizo con un pequeñísimo silbato, con el que consiguió que sus cantos de murcipájaro fueran un poco menos horribles. Y así, y con mucha suerte, se encontró con un niño bastante miope que casi nunca llevaba sus gafas, a quien no importó el ridículo aspecto de aquel pájaro negro y pequeñajo.

El murciélago fue feliz en su jaula, dentro de una casa cómoda y calentita, donde se sintió el rey de todos los murciélagos, y el más listo. Pero aquella sensación duró tanto como su hambre, pues cuando quiso comer algo, allí no había ni mosquitos ni insectos, sino abundante alpiste y otros cereales por los que el murciélago sentía el mayor de los ascos. Tanto, que estaba decidido a morir de hambre antes que probar aquella comida de pájaros. Pero su nuevo dueño, al notar que comenzaba a adelgazar, decidió que no iba a dejar morir de hambre a su pajarito, y con una jeringuilla y una cuchara, consiguió que aquel fuera el primer murciélago en darse un atracón de alpiste...

Algunos días después, el murcipájaro consiguió escapar de aquella jaula y volver a casa. Estaba tan avergonzado que no contó a nadie lo que le había ocurrido, pero no pudo evitar que todos comentaran lo mucho que se esforzaba ahora cuando salía de caza, y lo duro y resistente que se había vuelto, sin que desde entonces volvieran a preocuparle las molestias o incomodidades de la vida en libertad.

Cuento: Augustito Calentito


Augustito Calentito era un ratoncillo de ciudad que vivía plácidamente en una gran casa, con todas las comodidades que ningún ratón pudiera soñar: siempre encontraba agua tibia para bañarse, comida aún caliente, ropa de abrigo o lo que fuera. Con él vivía un tipo raro, Duretas Aguantetas, que incomprensiblemente, a pesar de tener todas esas comodidades, cada día renunciaba a una o dos de ellas. Era capaz de lavarse con agua fría teniéndola caliente, o de mordisquear puerros teniendo al lado un trozo de queso. Y lo peor era cuando trataba de convencer al bueno de Augustito para que también lo hiciera:

- Venga, hombre, te harás un tipo más duro. ¡Que te estás convirtiendo en un blandito! - le decía.

Y el pobre Augustito se daba la vuelta, se envolvía en su manta calentita y se ponía a leer, pensando cómo podía haber todavía gente tan bruta.

Pero la desgracia quiso que una noche cayera tal nevada en la ciudad, que la ratonera de nuestros amigos quedó completamente sepultada y aislada por una montaña de nieve. Trataron de salir, pero el frío era intenso y no creyeron poder cavar un túnel con tanta nieve, así que decidieron esperar. Pasaron los días, seguían rodeados de nieve, y ya no tenían comida. Duretas aguantaba bastante bien, pero el bueno de Augustito, privado de sus baños, su comida y su abrigo, estaba a punto de perder el control. Era un tipo culto, que había estudiado mucho, y sabía que no aguantarían más de 3 días sin comida, los mismos que habían calculado que necesitaban para cavar el túnel a través de la nieve, así que no les quedaba otro remedio que lanzarse a cavar.

Pero en cuanto tocó la fría nieve, Augustito dio media vuelta. No podía con aquel frío, ni con tanta hambre y ni siquiera sabiendo que estaba a punto de morir! Duretas, sin embargo, lo aguantaba bastante bien, y comenzó a cavar, al tiempo que animaba a su compañero a hacer lo mismo. Pero Augustito estaba paralizado, no podía aguantar tan terribles condiciones, y ni siquiera podía pensar con claridad. Y entonces vio a Duretas, "aquel bruto", y comprendió que era mucho más sabio de lo que parecía, pues en lugar de hacer como él, se había acostumbrado a hacer las cosas porque quería, y no sólo las más apetecibles de cada momento. Y podía mandar cavar a sus patitas sin importar que estuvieran moradas por el frío, algo imposible para él mismo, por mucho que lo desease. Y con esos pensamientos, y una lágrima de impotencia, se echó sobre el calentito montón de plumas que le servía de cama, dispuesto a dejarse morir.

Cuando abrió los ojos, creyó estar en el cielo, pues la cara de un angelito le estaba sonriendo. Pero con gran alegría comprobó que sólo era la enfermera, quien le contó que llevaban días curándole, desde que un valiente había llegado allí con las cuatro patas congeladas, y les había indicado cómo encontrarle antes de caer sin fuerzas. Cuando Augustito corrió a agradecer a Duretas su ayuda, le encontró en pie, muy recuperado. Había perdido varios dedos y una oreja, pero se le veía alegre. Augustito se sentía muy culpable, pues él estaba entero, pero el bruto de Duretas le respondió:

- No te preocupes, si no fuera por esos dedos y esa oreja, yo tampoco estaría aquí. ¡No han podido tener mejor uso!

Por supuesto, siguieron siendo grandes amigos, pero Augustito ya nunca pensó en Duretas como un bruto, y junto a él, se propuso recuperar el control de su calentito y caprichoso cuerpecito, renunciando cada día a una de esas innecesarias comodidades de la vida moderna.

Cuento: El comerciante sin suerte


Había una vez un comerciante que después de unos malos negocios, se lamentaba de su mala suerte. Un viajero que pasaba por allí le preguntó qué le apenaba, y al oír que era un hombre con muy mala suerte, abrió el saco que llevaba y sacó un extraño artilugio, formado por dos vasos de cristal unidos por la mitad, decorados con extraños dibujos, uno verde y otro rojo, en cada uno de los cuales había unas raras semillas del mismo color que su vaso.

- Pues precisamente has tenido mucha suerte al encontrarme -dijo el hombre-. Esto es justo lo que necesitas: unas vasijas de la suerte.

Y ante el asombro del mercader, le explicó que aquellas semillas eran las semillas de la suerte; las de la buena suerte, las verdes, y las de la mala suerte, las rojas. Nunca podían separarse las vasijas, y cuando alguna de ellas se llenaba, provocaba múltiples sucesos de buena o mala suerte, según se hubieran desbordado unas semillas u otras.

El comerciante, ilusionado, agradeció el regalo, sin llegar apenas a escuchar las últimas palabras del viajero, advirtiéndole lo difícil que era utilizar aquellas vasijas. Esperanzado, examinó con cuidado las semillas verdes, las de la buena suerte. Aunque no le eran familiares, estaba seguro de poder encontrar alguien a quien comprarle varias vasijas, así que cubrió la boca del tarro con sumo cuidado, evitando que se pudieran caer por descuido.

Luego miró las semillas rojas, y pensó que la forma más segura de evitar que se llenara el vaso rojo era vaciarlo allí mismo; así lo hizo y siguió su camino. Poco después, se cruzó con una mujer que al ver sus vasijas debió reconocerlas, porque corrió a pedirle un buen puñado de semillas. El comerciante se negó rotundamente, y la mujer se fue maldiciendo entre dientes. "Qué quiere que haga", pensó apesadumbrado ,"no puedo renunciar a mi buena suerte", y siguió su camino, donde volvió a tener más encuentros similares.

Según pasaba el tiempo, el comerciante descubrió que el vaso rojo se llenaba solo. Le pareció más o menos lógico, porque si no las vasijas no tendrían mucha gracia, así que cada poco tiempo se paraba a vaciarlo y seguía su camino.

Pero llegó un momento en que el vaso se llenaba tan rápido, que casi no podía vaciarlo, y finalmente, se desbordó.

"Buena la he hecho", pensó el mercader, "lo único que me falta es otro montón de mala suerte". Entonces miró a lo largo del camino, y vio que las semillas que había ido arrojando se habían convertido en plantas malignas que acabaron con los sembrados y los pastos de toda la zona. Los aldeanos del lugar al verlo, buscaron enfurecidos al culpable, y el mercader casi había conseguido librarse cuando la mujer con la que no compartió sus semillas verdes le delató, y el hombre huyó corriendo del pueblo entre golpes y porrazos.

Ése sólo fue el principio de la multitud de desgracias que le tocó sufrir al mercader. Realmente, las vasijas tenían mucho poder y todo se volvió en su contra. En sólo 3 días trató de librarse de las vasijas cien veces, pero como aquello no terminó con su mala suerte, tuvo que volver por ellas y buscar la forma de llenar el vaso verde, y de no dejar caer ni una semilla roja más. Así que cambió la tapa del tarro verde al rojo, para descubrir con horror que la mayor parte de las semillas verdes habían desaparecido...

Y mientras lamentaba su mala fortuna, se detuvo a mirar los dibujos de las vasijas. Eran como unas instrucciones, en las que siempre se veía el vaso rojo cerrado y el verde totalmente abierto, y parecía que cualquiera pudiera tomar cuantas semillas verdes quisiera.

Decidió seguir su viaje de esa forma, y al encontrarse con un hombre que le pidió algunas de sus semillas, esta vez le dejó servirse libremente. Y su suerte cambió, porque en ese instante aparecieron los aldeanos que aún le perseguían, pero su nuevo amigo le ayudó a escapar, y les dirigió en dirección contraria. Cosas parecidas volvieron a ocurrir con muchos otros que encontró en el camino, hasta que el comerciante comprobó que en lugar de vaciarse, cada vez que regalaba las semillas verdes el vaso se llenaba más, hasta que tras ofrecer semillas a todo el mundo, el vaso llegó a desbordarse

Y efectivamente, la buena suerte se quedó con él y comenzaron a ocurrirle cosas maravillosas; uno de aquellos a quienes había ayudado resultó ser un hombre muy rico, que agradecido le llenó de lujos y regalos; otros le consideraban tan bueno que le propusieron para alcalde, y así una y otra vez.

Algún tiempo después el mercader se cruzó con aquel viajero que le entregó las vasijas. Después de saludarse, le contó todas sus aventuras y le dio miles de gracias. Pero antes de despedirse, le preguntó:

- ¿Por qué me diste las vasijas de la suerte? ¿Es que ya no querías tener buena suerte?

Y el hombre, riendo con fuerza, respondió:

- ¡No me digas que aún las tienes! ¡Pero si no hacen falta para nada!... la magia de las vasijas es muy tonta: sólo hace crecer o disminuir unas estúpidas semillas venenosas y comestibles, pero no tiene ningún efecto sobre la suerte. He oído que las inventó un aprendiz de brujo muy torpe .

- ¿Cómo? -exclamó sorprendido el mercader.

- Claro que no. Creo que fue un viejo maestro quien las encontró y se dio cuenta de que serían geniales para enseñar a usar la suerte: guárdate lo malo para tí, y comparte lo bueno con los demás. Y en verdad que es la única forma de atraer la buena suerte y evitar la mala, ¡y vaya si funciona!...

Cuando repartiste tu mala suerte, tratando de conservar para ti la buena, te aseguraste de que nadie quisiera compartir las cosas buenas contigo, sólo las malas. Las semillas no tuvieron nada que ver en eso, fueron tus obras. ¿lo entiendes ahora?

¡Vaya si lo había entendido!. Y mientras el viajero se alejaba el mercader, con las vasijas en la mano, miró a los habitantes del pueblo, buscando entre todos ellos quien más necesitara aprender a utilizar la buena suerte.

Cuento: Adalina, un hada sin alas


Adalina no era un hada normal. Nadie sabía por qué, pero no tenía alas. Y eso que era la princesa, hija de la Gran Reina de las Hadas. Como era tan pequeña como una flor, todo eran problemas y dificultades. No sólo no podía volar, sino que apenas tenía poderes mágicos, pues la magia de las hadas se esconde en sus delicadas alas de cristal. Así que desde muy pequeña dependió de la ayuda de los demás para muchísimas cosas. Adalina creció dando las gracias, sonriendo y haciendo amigos, de forma que todos los animalillos del bosque estaban encantados de ayudarla.

Pero cuando cumplió la edad en que debía convertirse en reina, muchas hadas dudaron que pudiera ser una buena reina con tal discapacidad. Tanto protestaron y discutieron, que Adalina tuvo que aceptar someterse a una prueba en la que tendría que demostrar a todos las maravillas que podía hacer.

La pequeña hada se entristeció muchísimo. ¿Qué podría hacer, si apenas era mágica y ni siquiera podía llegar muy lejos con sus cortas piernitas? Pero mientras Adalina trataba de imaginar algo que pudiera sorprender al resto de las hadas, sentada sobre una piedra junto al río, la noticia se extendió entre sus amigos los animales del bosque. Y al poco, cientos de animalillos estaban junto a ella, dispuestos a ayudarla en lo que necesitara.

- Muchas gracias, amiguitos. Me siento mucho mejor con todos vosotros a mi lado- dijo con la más dulce de sus sonrisas- pero no sé si podréis ayudarme.

- ¡Claro que sí! - respondió la ardilla- Dinos, ¿qué harías para sorprender a esas hadas tontorronas?

- Ufff.... si pudiera, me encantaría atrapar el primer rayo de sol, antes de que tocara la tierra, y guardarlo en una gota de rocío, para que cuando hiciera falta, sirviera de linterna a todos los habitantes del bosque. O... también me encantaría pintar en el cielo un arco iris durante la noche, bajo la pálida luz de la luna, para que los seres nocturnos pudieran contemplar su belleza... Pero como no tengo magia ni alas donde guardarla...

- ¡Pues la tendrás guardada en otro sitio! ¡Mira! -gritó ilusionada una vieja tortuga que volaba por los aires dejando un rastro de color verde a su paso.

Era verdad. Al hablar Adalina de sus deseos más profundos, una ola de magia había invadido a sus amiguitos, que salieron volando por los aires para crear el mágico arco iris, y para atrapar no uno, sino cientos de rayos de sol en finas gotas de agua que llenaron el cielo de diminutas y brillantes lamparitas. Durante todo el día y la noche pudieron verse en el cielo ardillas, ratones, ranas, pájaros y pececillos, llenándolo todo de luz y color, en un espectáculo jamás visto que hizo las delicias de todos los habitantes del bosque

Adalina fue aclamada como Reina de las Hadas, a pesar de que ni siquiera ella sabía aún de dónde había surgido una magia tan poderosa. Y no fue hasta algún tiempo después que la joven reina comprendió que ella misma era la primera de las Grandes Hadas, aquellas cuya magia no estaba guardada en sí mismas, sino entre todos sus verdaderos amigos.
 

Lectura Totibound Published @ 2014 by Ipietoon